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La
noche del terror ciego abre una saga terrorífica que el director coruñés
Amando de Ossorio dedicó a filmar los desmanes de sus siniestros zombis
templarios con cuatro títulos: junto al que nos ocupa, El ataque de los
muertos sin ojos (1972), El buque maldito (1973) y que, una década
después, cerraba La noche de las gaviotas (1983). Este ciclo constituirá
la columna vertebral de la filmografía de Ossorio, una carrera
consagrada, salvando los guiños a otros géneros como el western o
incluso el coyuntural erótico, al cultivo del fantaterror como lo
hicieron otros clásicos del género (Molina, Aured, Franco, E. Martín,
etc.) así como su principal aportación a la iconografía fantaterrorífica,
pues los templarios vivientes figuran con denominación de origen propia
en el olimpo de personajes míticos del cine de horror mundial
(1).
Así Ossorio, que había iniciado su carrera a mediados de los 50 sin
demasiada fortuna o rodando films de encargo como esa impersonal
coproducción con Italia “Malenka, la sobrina del vampiro”, su aportación
a la filmografía vampírica ya a finales de los 60, que supondrá su
desembarco en el género, donde desplegará todas sus inquietudes
artísticas en los 70 en plena edad de oro del fantaterror español.
Dos
chicas nada feas, la morena Virginia, que interpreta Helen Harp
(pseudónimo brit de Mª Elena Arpón), y la pelirroja Elizabeth (Lone
Fleming), antiguas compañeras de colegio, se reencuentran por azar en la
piscina de un hotel lisboeta
(2)
donde la primera se encuentra de paso de vacaciones con un amigo, el
guapete y nada tímido Roger (César Burner). Beth trabaja por allí y es
invitada por Roger a acompañarles ese fin de semana a una excursión
campestre, a lo que accede haciéndose la remolona no sin el mosqueo de
Vicky. Al día siguiente, emprenden veraniego viaje en tren por la
campiña portuguesa. La ruta y el incesante acoso de Roger a Beth termina
por cabrear a Vicky y tras un significativo y poético pasaje en que se
recuerda la pulsión lésbica que compartieron Ely y Vicky en su más
tierna juventud, ésta se resuelve en tirarse del tren a la vista de un
pueblo cercano ante el mutismo del maquinista que se niega a parar el
tren pues sabe más de lo que dice acerca del misterioso lugar. La
agraviada Vicky se encamina hacia Berzano, el pueblo en cuestión,
atravesando esos parajes con sus ajustados shorts y su atillo, en una
atmósfera camp digna de las más celebradas pelis de la
adolescencia que uno disfrutaba en sesiones dobles o nocturnos cines de
verano. Descubre las ruinas de una derruida abadía, con su cementerio y
todo, y resuelta, decide pasar allí la noche, la última de su vida. Lo
que sigue es la nocturna resurrección de los antaño guerreros templarios
de sus tumbas, unos siniestros esqueletos ataviados con harapos,
blandiendo espadas mediavales o a caballo. Estas escenas bajo el son de
las siniestras campanas y la peculiar partitura de Antón García Abril,
con los siniestros esqueletos deslizándose de sus tumbas o de las
ruinosas entrañas de las capillas a cámara lenta, constituyen escenas
totémicas del fantaterror español. La sorpresa de la angustiada Vicky
ante las siniestras apariciones, la consabida persecución nocturna en la
que Ossorio se toma su tiempo, que lucen las normales rigideces
presupuestarias pues la desconcertada Vicky desarrolla su maltrecha
huida con fondos iluminados por luz solar, aplacados con los socorridos
filtros, que nos hagan pasar gato por amanecer. Concluye la escena con
una bella persecución a caballo y buena prueba del consagrado calado de
la iconografía ossoriana en el cine fantástico mundial la tenemos en el
parecido de estos siniestros templarios a caballo con los temores que
infundirán muy posteriormente los guerreros nazgul y sus equinos
de la fantasía tolkiana llevada recientemente al cine por Peter Jackson
en El señor de los anillos.
La
elipsis se culmina con el avistamiento por parte del maquinista y su
ayudante cuando el tren vuelve a surcar en la soleada mañana siguiente
la campiña portuguesa el cadáver de la maltrecha Vicky en el campo, tal
como el día anterior la habían visto alejarse hacia el pueblo. Hemos
consumido casi la mitad del metraje, en un tono bastante clásico –dicen
que Osorio admiraba el cine de la Universal y la Hammer-, con algún
socorrido guiño erótico y ese aire pausado en exceso, cuasi-místico,
acompañando a la defenestrada Vicky recorriendo la misteriosa abadía con
la aparición y posterior persecución a manos de los templarios.
Salimos
del letargo y el desenlace que sigue responde más al cliché de aventuras
terroríficas al uso: investigación policial, escena en la morgue de
turno, recurso al sabio bibliotecario que desentraña el misterio, vuelta
a la misteriosa abadía para vivir otro infierno, persecución de alguno
de los supervivientes hasta el tren, que resulta atacado por los
templarios con masacre final. Todo ello con un cierto toque pulp pero
sin salir de lo convencional. A destacar la escena de la resurrección en
la morgue, que nos retrotrae a clásicos como La momia. La de la
mujer-vampiro en la fábrica de maniquies es oportunista y carece de
fuerza. A destacar, en cambio, el inserto-flashback al origen del
misterio de los caballeros templarios, de su depravación y maldición.
Aquí Ossorio se permite una escena de violento hiperrealismo y gore a
raudales con la tortura y vil asesinato de una lugareña a manos de los
guerreros que pone en tela de juicio sus más viles instintos a la vez
que dice mucho de las posibilidades de un esteta Ossorio. Ya en la
recta final del film, con la vuelta de la pareja protagonista al lugar
de los hechos, todo se desarrolla de un forma más rápida que en la
primera, con resultados más explícitos pero no mejores. La escena de la
violación en el cementerio templario de la joven protagonista a manos
del bandido local es casposa hasta la saciedad y recuerda al
hiperviolento estilo Leone, lo que termina por despertar a los
templarios de sus tumbas, que sablean a todo bicho viviente, a propósito
con las féminas hacen gala de un particular poder succionador e incluso
se permiten salir a cuerpo gentil y hacer una batida al tren (que pasaba
por allí una vez más) al más genuino modo Siux en un final tan parco
como mal resuelto con la llegada a la estación del maltrecho convoy y la
única superviviente Lone Fleming que no ahoga un grito final, el mismo
que abre el film tras los títulos iniciales que sobreimpresionan los
planos de unas lúgubres ruinas.
La noche
del terror ciego es un aprobado entretenimiento, tosco a ratos, pero
prometedor para sucesivas entregas de los templarios asesinos.
Calificación: 5,5 (/10).
Sr.
Seseman
“Ni un solo día sin un
orgasmo musical”
(Mr. Seseman loves Yo la tengo)
(1)
Un antecedente lo podemos encontrar en el monje que guardaba la
siniestra cripta de la mujer vampiro Erzebeth Bathory de Nadasdy, la
condesa sangrienta, en el coetáneo film La noche de Walpurgis de León
Klimovsky (1971).
(2)
Recordemos que la impía censura obligaba a los guionistas a trasladar
esta suerte de aventuras y delirios terroríficos a hipotéticos
escenarios allende nuestras fronteras, cuando en la mayor parte de los
casos no transcurrían realmente muy lejos de Madrid y sus aledaños.
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