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El buque
maldito es el tercer título (y el número 11 de su
filmografía de 17
en total) que escribió y dirigió el cineasta gallego Amando de Ossorio,
tras La Noche del terror ciego (1971) y El ataque de los muertos sin
ojos (1972), de su saga fílmica dedicada a los tétricos caballeros
templarios inmortales que cerraba con La noche de las gaviotas en 1975.
Corría la primera mitad de los setenta, edad de oro del fantaterror
español y etapa en la que este director, todo un destajista de la serie
B, rodó lo más conocido de su obra, 8 películas en 6 años, desde 1971
hasta 1976, a partir del cual su producción descendió a sólo 2 títulos
en los ochenta.
Para esta tercera entrega, el de A Coruña se aparta de los escenarios
esteparios a los que nos tenía acostumbrados, repletos de iconografía
mediaval, ruinosas iglesias, criptas y demás, para proponernos un
thriller pasado por agua, rodado entre Madrid y Alicante, a modo de
Vacaciones (templarias) en el mar. En esta ocasión sus caballeros
asesinos se esconden en un viejo barco en medio del océano para azote de
señoritas de fuste y aventureros de la más diversa ralea. De hecho, su
saga ya no abandonará estos parajes marinos para la cuarta película,
quizás reivindicando sus orígenes.
La película tiene cuatro partes principalmente:
1) Un
primer cuarto a modo de planteamiento, con escenas que transcurren en
interiores en tierra firme, ambientadas en el estudio fotográfico de
Lillian (María Perschy) y una lóbrega nave en el puerto, donde es
secuestrada la modelo Noemí (Bárbara Rey) tras descubrir el pastel que
ciertos productores de publicidad preparan. Ossorio rueda con cierto
estilo, algo más depurado que sus antecedentes de la serie; se permite
la presentación de los malos fotografiados en contrapicado y una puesta
en escena como de cine negro, próxima a la de un polar gabacho,
que diría un entendido. No obstante, anotemos ciertas rigideces, que ya
son denominación de origen ossoriana, como ambientar la discusión
inicial con aparente suspense entre Lillian y Noemí, acerca de la
desaparición de su amiga, con un fondo musical del inefable Antón García
Abril, un tema de órgano más propio de una verbena.
2) Una
segunda parte, que ocupa el segundo cuarto del metraje, ya en altamar,
con la chica compañera de piso de Noemí, Katy (Blanca Estrada) y otra
colega (Margarita Merino) que extraviadas, dan con un siniestro viejo
galeón perdido en un banco de niebla y lo que allí acontece. Asistimos a
los interminables paseos de la maciza de turno por los, eso sí,
atmosféricos decorados del eficaz Eduardo Torre de la Fuente, a bordo
del siniestro barco, con lo último en moda baño de la temporada 1973,
rodeada de una misteriosa neblina, del mismo modo parsimonioso al que
Ossorio nos sometió en La noche del terror ciego. Hay, si cabe, una
tendencia en la heroína ossoriana a caer en los mismos errores pues, en
implacable persecución que le llevará a su perdición, la Estrada
engancha su sandalia de tacón tal como a Helen Harp (ósea Mª Elena
Arpón), le sucedió dos años antes.
3) La
tercera y más animada parte, ocupa básicamente la segunda mitad de la
cinta, cuando las presentadas Lillian y Noemí, el productor Howard
Tucker (Jack Taylor), su esbirro Sergio (Manuel de Blas), acompañados
del profesor Grüber (Carlos Lemos) acuden al encuentro del Galeón a
rescatar a la pareja de modelos.
4) Una
breve cuarta parte a modo de apocalíptico epílogo donde los templarios
zombis hacen gala una vez más de su inmortalidad para dar buena cuenta
de los supervivientes de esta tercera aventura.
El elenco de protagonistas sigue las pautas de entregas anteriores, si
bien, el papel de macho latino que desempeñaran un César Burner
en La noche o un Tony Kendall en El ataque queda en suspenso pues
un tanto mojigato Jack Taylor, que hace de productor publicitario sin
escrúpulos, apenas aporta un tímido aire occidentaloide. También está el
más malo de la banda, papel que cubre Manuel de Blas. Esta vez, para
mayor hondura del guión, existe el típico profesor, un afortunado Carlos
Lemos, que aporta la vena científica a la expedición, el héroe de la
función. En todo caso, el protagonismo masculino siempre queda en un
segundo plano tras el claro empuje de las féminas, donde destacamos a la
Rey, en unos de sus primeros papeles en el cine, que repitiría con
Osorio en La noche de los brujos (1974), antes de convertirse en una de
las más celebres starlettes de la España setentera, que acapara
la más sobresaliente escena de toda la película, ganando el podio de las
scream queens de la función, consistente en, tras un flashback
de tintes lésbicos, de reconocible marca de la casa como ocurría en La
noche rememorando viejas escenas de furtivo cariño entre amigas, en
aquella ocasión entre Lone Fleming y la Harp, para remarcar el innegable
apego entre Noemí y la desaparecida Katy, le sucede, en plena siesta del
resto de la expedición, tras obcecada búsqueda de ésta, del
descubrimiento por parte de aquella de la guarida de los del Temple, y
estos, no contentos, emprenden una persecución (¿y van?) que terminará
en el previsible trágico final con la Rey, en una escena que desborda
expresionismo horrorífico, siendo virtualmente arrastrada bodega abajo
del siniestro barco mientras sus uñas rasgan la madera de la escalera, a
ritmo de la no menos siniestra clásica partitura templaria de García
Abril. Por supuesto, por la desaparición de Noemí el resto de
tripulantes ¡no se vuelve a preguntar!.
Como en anteriores comentarios al resto de películas de la saga (ver La
noche del terror ciego y El ataque de los muertos sin ojos), el presente
título añade nuevas pinceladas a la iconografía templaria: los funestos
caballeros ahora yacen en cómodos ataúdes de los que salen para
atemorizar a su gusto, según el manido canon vampírico; siguiendo el
mismo argumento, una cruz a mano, resulta instrumento oportuno para que
se replieguen a sus guaridas. Añadamos también su descubierto carácter
acuático, capaz de soportar la presión de las profundidades marinas.
Finalmente apuntemos que si bien El buque maldito adolece de
insuficiencias que ya estaban presentes en La Noche, y carece del ritmo,
muchas veces endiablado, como si de un western se tratase, que sí
había en su continuación El ataque, y sin ahondar en las limitaciones
técnicas, el resultado “flota” en la justa y necesaria reivindicación de
un cine con aroma B e innegable estilo propio. En este sentido, debemos
destacar que el guión de Ossorio, con la idea de ese barco perdido en
medio del océano en una dimensión desconocida, atracción letal de
navegantes que pasaban por allí, antecede unos años el boom de
films norteamericanos y las subsiguientes italianadas, explotando el
filón enigmático acerca del triángulo de las Bermudas. Pues bien, la
esencia de esa idea parece estar en El buque maldito de Ossorio, sin ser
la primera vez que uno de estos esforzados cineastas españoles
anticipaba una trama con semejante novedad pues otro colega, Eugenio
Martín, planteaba un thriller extra-terrestre en Pánico en el
Transiberiano (1972), “una película entretenida, curiosa y con un valor
añadido como premonición de un futuro genérico que está aquí mismo”(1),
si bien recogiendo el testigo de El enigma de otro mundo (The thing)
–Christian Nyby, 1951- para influir notablemente en el hit
televisivo Expediente X.
(1) Cine fantástico y de terror español 1900-1983.VVAA.
Películas seleccionadas. “Pánico en el Transiberiano”. Vidal,
Nuria. Pág. 88. Donostia Kultura. San Sebastián, 1999.
Calificación: 5 (sobre 10)
Fox Rodríguez, enero de 2005
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